Cura


Una vez mientras me encontraba sentada en las gradas de la Facultad de Arte, allá por el 2000, una chica de intercambio del Slade School of Art nos preguntó como se decía “curator” en castellano. Yo, obviamente, le expliqué, muy eston, que era quien curaba porque venía del verbo curar que:

-…significa “quien mejora o alivia”.

A lo que mi compañero de al lado me miró con cara de incredulidad y procedió a decir “curador”, un tanto avergonzado, haciendo su mejor esfuerzo para que la chica no se diese cuenta que ni en Lima -ni en mi cabeza-, había pasado el tiempo, que no note que éramos otra colonia de imitadores (cosa que francamente sucede en todo el planeta), para que ella, qué se yo, se sienta orgullosa de sus raíces prehispánicas, o que, por lo menos, guste del Perú ahora (ella había sido buena amiga mía en el colegio, en kinder, hasta que se fue a Inglaterra) y que notase, por sobretodo, que estábamos bien informados de cómo funcionaba “el mundo del arte”.

Me imagino que el pobre chico habría atribuído mi ignorancia al consumo prolongado de ciertas sustancias (entiéndase pérdida de memoria); quizás al hecho que evidentemente me encontraba under the influence , ya que se me hace difícil creer que haya podido concebir que, a la edad en que seguramente existen curadores ya consagrados, yo aún me encontraba inmersa en una visión del arte en extremo romántica, aún sumida en una bella ilusión, y, por eso mismo, hoy con seguridad afirmo que todo ese tiempo viví protegida, manteniendo aquella esperanza de antaño: considerándome afortunada por poder tener en mis manos la virtud de ejercer algún cambio o comunicar, simplemente, una suerte de “mensaje supremo”, necesario para “los otros”; para las masas o quienes quisieran (necesitaran/debieran) verlo o entenderlo, ellos, a los cuales, serviríamos, ante todo, nosotros, los artistas, quienes, llevados de una mano por nuestro conflictivo ego y de la otra por la consabida autoidolatría bipolar, los dirigiría “hacia la luz” entendida como "iluminación" (el sentido de responsabilidad era claro así haya cambiado de motivación y de significado en cada época y para cada contexto, me decía).

Pues mi amigo no saba que, en ese entonces, yo tenía la dicha (y la futura desgracia) de seguir viviendo y creado en una burbuja atemporal; si bien no artificial, sí aislada: formada por pedazos de diferentes realidades que me había dejado el pasado, (el de aquí o el de afuera) ya que crecí desinteresada de lo que el arte contemporáneo tenia para ofrecerme (no me maravillé de ninguna obra de Donald Judd como hasta ahora me sucede cuando veo “El Jardín de las Delicias”) y con cierta tendencia a despreciarlo, pues me aburría la cantidad de palabreo exigido (y exhibido) para validar la existencia de cualquier objeto que quisiese ser mostrado como joya en alguna galería de arte.

Y es que en el ámbito de la estética, el mostrar hace rato que había degenerado en demostrar, y yo ni cuenta.
Sea por atrasada o tercermundista, distraída o irresponsable; el punto es que, en mi concepción primaria (y elemental) del arte, cuando se me presentaron todas sus bases y cosmogonías, jamás apareció aquel intermediario llamado “Curador” o aquella entidad omnipotente conocida como “el Mercado”.

En lo personal, el poder, en especial el relacionado al dinero, era algo que desde pequeña había menospreciado/despreciado, ya sea por católica, por victima, o por culpable; si bien siempre estuve alerta de cómo me afectaba -y si que lo hizo-, deseé no desear ni dinero ni propiedades, ni aquellas cosas materiales, aparentes y superficiales, como una buena vestimenta, zapatos de marca, lujos, estatus, éxito, etc. Lo irónico es que justamente ese era el mundo que me rodeaba, en el barrio o en el colegio, en donde tener más y mejores cosas equivalía a ser más.
Hoy en día, sé bien que las discusiones de la relación del mercado con el arte y sus generadores (los artistas), son comunes, aunque no llevan a nada realmente; no originan ni un cambio ni proponen otra salida. Sólo sirven para que continúe el mismo sistema, para fortalecerlo a través de transgresiones hedonistas y acomodadas, que realzan el encanto de “ser exitoso” (y reconocido, deberíamos añadir).

-¿Por qué no? - dijo Damien Hirst en voz alta y mandó a recubrir una calavera con diamantes. Desde entonces el arte (post)moderno brilla con las joyas que, (post)mortem, lo cubren.
(No me cabe la menor duda que, su cadáver -o parte de él- también acabara en algún museo como cualquier otra de sus grandes obras).

***

Un sábado tomamos café con la amiga de la chica inglesa-peruana, también de Londres, estudiante de economía, y fue la primera vez que realmente asumí el significado de la palabrita “postmodernismo”.
Para ese entonces la burbuja ya estaba rota; incorporé el término con desconfianza y no le dí mas vueltas al asunto, al menos por esa tarde.
Ellas hablaban de algo aburridísimo; me esforzaba en entender justo porque no había escuchado tal discusión antes. Era sobre el romance de moda, el amorío entre el arte contemporáneo y la economía actual (su economía, por supuesto), que devino en la nueva corriente de pensamiento que actualmente estaríamos experimentando. Había nacido la supuesta parricida de la historia: la confusa pero siempre bien ponderada “era postmoderna”, y las artes, como buen espejo, reflejaban esta diversidad/desintegración/deterioro (o como deseen describirlo).
“La pintura ha muerto” habían gritado 40 años antes, 10 años después de eso ya habían presentado una galería con aire, con nada, como una exposición perfectamente valida y hasta revolucionaria, mientras que, aquí en Lima, recién las “instalaciones” (los mas atrevidos las hacían electrónicas e interactivas) se ponían de moda en la época que estábamos tomando aquel cafecito en el Haití, a comienzos de este siglo.
No dije nada, qué iba a decir. Sólo me sentía incomoda entonces; después de eso, para mi al menos, el pensar tanto sobre el acto de crear terminó por menguar su otrora “gran fin”; la de permitirme escapar de la realidad sin mayor responsabilidad, la de hacerme mi propio mundo mientras les contaba cosas a la gente, ya sea un relato (en imagen), una idea, o una suerte de critica/burla. Desde entonces mis obras estuvieron requeridas de tener una razón especifica y muy clara antes de ser hechas, una causa por la cual (y para lo cual) existir (el arte ya no es por el arte, pero si puede serlo por su valor en tanto costo, pues ahora son sinónimos). Cada obra, sabiéndose potencialmente un “objeto vendible” sería autoconsciente de su condición: en cada sueño o (des)ilusión plasmada me vería inmersa en las conexiones significantes con todo lo anterior, con la historia universal, con el presente neoliberal, con lo que se decía que el arte debía ser (y no fue o ya no es), con la justificación de su existencia en un mundo en donde solo valdría si tu -o alguien mas- sabia fundamentar bien por qué deben verlas/tenerlas “los otros”; así que, a menos que no fuese muy importante o beneficioso, ellas eran básicamente una perdida de dinero, si es que, obviamente, nadie las compraba.
Irónicamente, lo que menos me interesó en todo ese tiempo fue que comprasen mis obras, ya que eran MIS HIJAS, y una buena madre siempre las quiere tener a su lado, todo el tiempo.

***

Conforme me fui acercando al faro que me prometía seductoramente que ya llegaría a tierra firme, mientras más me acercaba a aquella luz que me daba la esperanza de que el Narrenschiff sí sobreviviría a los bravos oleajes del mar psicotrópico en el que había navegado desde que se rompió la burbuja, más nítido podía verlo: primero, que carecía de base, después, que el brillo permanecía redondo e impávido, que, de hecho, no se agrandaba conforme nos acercábamos… Cuando despejó la bruma, no me sorprendió ver a la luna sonriéndome con sarna; “caíste”, se burlaba.

Y sí que caí.

Déjenme decir que el más cruel asesino del alma es la desesperanza. Y es que, perder el camino es perderse siempre.

Para cuando me reencontré, era un Frankenstein descosido al que le faltaban un par de miembros. Desperté del coma en una cama que ya ni recuerdo, para inmediatamente salir desesperada a buscar los restos de la barca.
Presentía que estaba hecha pedazos.

Cuando la ví, lloré, de tanto recuerdo muerto.
Maldije al océano de la descerebración autoinducida.

…Sin embargo, junté algunas partes y las puse en exhibición, ya que eran tesoros por su escasez. “Aunque sea que el museo nos sirva” me dije; a mí para no olvidarme (lo que, de hecho, olvidé), y a los otros, para que experimenten y/o se imaginen lo que nunca vivirán. El ticket era las ganas de ver el espectáculo, y mi ganancia, la conciliación.
Lo que sucedió después es similar a la post-eyaculación (femenina o masculina): uno tiembla, se queda sensible un momento más, y de ahí quiere dormirse o irse.

Todo había sido hecho y dicho.
Negado y aceptado.
Mostrado y demostrado.

…Pasado un tiempo prudencial, evidentemente opté por irme a mi casa a dormir.

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