Este clima otoñal es coherente con mi espíritu; las nubes son el llanto contenido del cielo quien lo almacenó en cúmulos para entonces dejarlas sueltas con la misión de tapar al sol (tal como mis pupilas son cubiertas de vez en cuando por los recuerdos de tanto paseo por calles opacas). Espíritu gris y contaminado, el del cielo y el mío; pistas plomas, amarillo desteñido, verde rebajado…
Gris gris azulado o gris claro
Y gris con negro y blanco
Gama monocromática que empapa las calles en donde no hay colores brillantes (en otros lugares los árboles cuelgan enfermos naranjas que agasajan la llegada de las lluvias suicidándose). Aquí, en el desierto sarcástico, cuando llueve, - si es que podemos llamarle lluvia a ese vapor condensado que algunos días humedece explícitamente tu ropa - se puede escuchar a la tierra dar un suspiro, un tremor suave que es sólo eso; no hay mayor celebración como en las selvas húmedas donde las plantas danzan y las flores brillan y se prenden los rayos y las luciérnagas.
Lo que pasa es que en Lima no llueve…
¡Aquí bajan las nubes hasta la calzada!
Pues son lágrimas celestiales encubiertas quienes nos acompañan en nuestras caminatas por la ciudad disfrazadas sea ya de neblina o de míseras gotitas infinitesimales, y la tierra, empática, no celebra su llanto; aquí cada gota de lluvia real sería un golpe desgarrador en su carne siempre intoxicada pues todo el tiempo sabe que sufre, que se sufre.
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