Había una vez una princesa que se convirtió en dragón. Y claro, ya no podía salir de su torre, porque quemaría a quien se le acercase. Los reyes, que vivían debajo, andaban tristes porque para la Princesa no habría Príncipe jamás, y si bien siempre lo supieron, al parecer, nunca pudieron aceptarlo.
Pero bueno, la Princesa no siempre fue dragón. Hubo una vez que se veía como nosotros (aunque ya ardía por dentro) y tuvo visitantes en la torre, varios, a decir verdad. Pero sus entrañas ya quemaban, y, o terminaba por rechazar a los pretendientes (porque le incomodaban sobremanera), o ellos la rechazaban, lo cual era lo más frecuente, ya que se asustaban cuando notaban que algo andaba mal, muy mal: no es normal que tu interior ande tan caliente, joven Princesa… Ni por todas las joyas de la Corona estamos dispuestos a aguantarlo.
La Princesa lloraba porque no entendía qué le pasaba ni por qué, si ella no le había hecho nada a nadie, y a todas luces esto era una maldición. Les preguntaba a sus padres pero ellos tampoco sabían darle razón. Y así pasaba el tiempo en medio de la impotencia y la frustración; ni todas sus riquezas podían aliviar su dolor un poco siquiera. Los reyes le traían títeres, bufones, compañías de teatro para que le hiciesen la obra que ella quisiese, pero nada, nada captaba su atención.
Todo quemaba, ya nadie la podía tocar, y ella tampoco era capaz de pensar en otra cosa más que en las llamas de su vientre.
Hubieron días mejores, otros peores. Y una vez, al término de los días malos, en la transición hacia los buenos, apareció un viajero tocando la flauta en la puerta del castillo, pidiendo pasar la noche allí.
Ah, tocaba tan bonito.
La melodía extrajo a la Princesa de su infierno interior, y decidió bajar, después de tiempo. Todos se alegraron al verla, pero ella sólo estaba interesada en la dulce melodía. Preguntó de donde provenía, y todos señalaron al viajante. Ella se sorprendió e inmediatamente mostró interés, y se le acercó a conversarle, cosa que no hacía en meses. El viajero pareció interesado, había algo en ella pensaba, algo raro pero interesante que no había visto en otros reinos (y había visto muchos) y él, que justamente buscaba las rarezas que el mundo tenía para ofrecerle, quedó extrañamente cautivado.
El intercambio de palabras fue breve, nunca se conocieron realmente.
El subió naturalmente cuando ella lo invito a la torre, ella lo acogió emocionada, sabiendo que se iría pronto para jamás volver.
Evidentemente partió al día siguiente, y la Princesa se quedó rodeada de una calidez particular, envuelta en esa sensación tibia que da el contacto con otro sin el rechazo usual, pero ya acompañada de la ausencia sin derecho a quejas, pues siempre supo que tenía que partir. Y aunque eventualmente llegó la tristeza, también sentía complacencia porque aquel viajero jamás sabría la verdad.
Pero su madre, la Reina, sabía quien era ese viajero, estaba informada de que tenía origen real también, y fue donde la Hechicera a pedirle que lo invoque de vuelta, cosa que hizo sin dudar. Y en esas visitas, la Princesa, quien era llevada por su madre sin mucha insistencia (pues estaba cautivada con el viajero), conoció al joven hijo del Mago, aprendiz con inclinaciones fuertes hacia la Magia oscura, pero aún demasiado joven para representar al Mal.
Ambos acostumbraban a sentarse a mirar el lago envueltos en su tristeza mientras esperaban.
El odiaba a sus padres por someterse a poderes que, en su opinión, eran muy débiles.
Ella se odiaba.
Y de ese odio solidario nació el amor.
El niño-hombre no conocía de mujeres, así que, en un principio, no notó nada extraño en ella, y en todo caso, también se sentía inconscientemente atraído a aquello, como lo atraía tan naturalmente la Oscuridad. Pero ella no era mala, es más, era demasiado buena, y le dio todo al niño-hombre, quien se malacostumbró y eventualmente se cansó.
Un día despertó y le dijo que tenía mucho calor, que ya no deseaba estar tan abrigado, que ella era anormal, que todo andaba caliente, que era un peligro, que su vientre albergaba una bomba de tiempo.
Lágrimas incapaces de enfriarlo cayeron por su rostro, y le rogó (pues sabía que la metamorfosis pronto terminaría y no le quedaba mucho tiempo) que se quedara un poco más solamente, pero él huyó, y ella fue al puente a lanzarse.
Pero cuando vio su reflejo en el agua, no vio a ningún monstruo, sino a mujer triste.
Y se dijo que en el poco tiempo que le quedaba, no estaría así más.
Regresó al castillo con esa euforia que te da el saber que vives tus últimos días, y les pidió a los reyes que hicieran un Festival para ir a fiestas y bailes, que le compraran un ajuar nuevo, que quería divertirse. Los padres accedieron contentos e hicieron una serie de reuniones y festividades populares que fueron el encanto de todos, y allí conoció a algunos condes y barones con los que jamás concretó nada.
Pues llegó el momento temido: ya nadie la podía tocar.
Inevitablemente se rindió, y terminó por recluirse en la torre.
Los padres se resignaron, y se limitaron a respetar su decisión.
Llegó un punto en que ya no lloraba, ya no sentía nada. Su piel se puso áspera, verdosa, escamosa, su aliento sulfúrico, sus pupilas se alargaron, de su frente emergieron irregulares protuberancias, y de su espalda dos botones de los cuales eventualmente emergieron alas como la de los murciélagos. Y ella se contaba mil y una historias, un sinfín de cuentos y relatos se inventaba, para escapar de la oscura y limitada realidad de la torre.
Un día decidió cantar, pero de sus labios no salió una dulce melodía femenina, sino un gruñido gutural. Pero igual cantó, hasta que fue interrumpida por un sonido que jamás había escuchado fuera de su propia habitación: un fuerte aleteo provenía de las afueras de su ventana, y después ese olor, tan familiar, a sulfuro. Extrañada, miró al cielo y vio a otro dragón, tan horrible y monstruoso, que se vio obligada a meter su cabeza al interior de su torre nuevamente e inmediatamente se puso a temblar.
Y así se quedó por días, acurrucada en una esquina, intentando enfriarse con las piedras de las paredes, tapándose los oídos para no escuchar ni el aleteo ni los rugidos con las que aquel dragón la llamaba.
Pero el llamado persistía.
Y ella seguía negándose a mirar.
Hasta que un día olió el sulfuro demasiado cerca, y aterrorizada, se asomó por la ventana.
Allí estaba él, imponente y terrorífico, observándola con, sin embargo, los ojos más tiernos que había visto en lagarto o humano alguno. Y se quedó petrificada ante tal visión.
-¿Por qué me temes?- le dijo él -¿Es que acaso no te has visto? Soy igual que tú.
Ella lo negó, sacudiendo la cabeza mientras cerraba los ojos.
-¡Mírate!- la presionó, y le señaló un espejo escondido entre sus ropas. Finalmente accedió, y ella misma destapó el tan temido reflejo.
Y no pudo decir nada; los dientes puntiagudos, las escamas verdes, las garras y las alas le quitaron el habla. El, notando que sufría ante su imagen, le dijo dulcemente (o bueno, con la máxima dulzura con la que puede hablar un dragón):
-Somos una especie en extinción. Por eso he venido a buscarte.
-Pero yo soy una Princesa- le dijo ella, sollozando.
-Mi reinado es más vasto que el de cualquier humano. Tu sangre real me es insignificante. Vamos, no temas, y ven conmigo. Se que disfrutarás el volar.
Ella supo que era inútil resistirse, y fue con él.
Y la verdad es que lo disfrutó muchísimo. Nunca antes se había atrevido a volar, y, al hacerlo, pensó que era lo mejor del mundo y por primera vez agradeció su nueva condición. Él, pues, le enseñó a quererse, y ella, aprendió a quererlo de vuelta.
Cada noche se convirtió en una nueva aventura sobre bosques y montañas, ríos, mares… Todo lo vieron desde el cielo, y nada supieron sus padres de sus paseos nocturnos.
Hacía mucho tiempo que no era tan libre y feliz.
Pero, un día, inminentemente, su humanidad latente afloró. Y se acercó como la grácil Princesa que ya no era a los labios infernales del dragón, el cual alejó su rostro, confundido.
-¿Qué haces?- le pregunto sin comprender.
-Te beso- le dijo ella.
-¿Qué es eso?- interrogó él.
-Ah, algo muy… Humano. Perdóname. Creo que no lo entenderías.
Y la tristeza volvió a asomar en su corazón.
Sin embargo, siguieron juntos, volando por sobre el mundo. Ella se sabía poderosa y superior a cualquier humano, aunque, extrañamente, empezó a tener más y más deseos de aquella especie a la que se suponía que ya no pertenecía; primero, el beso, después, deseó vino, seguidamente comidas exquisitas y no las presas crudas que el dragón le cazaba… El no entendía mucho pero cumplía todos sus deseos, hasta que llegó el triste momento en que ella ya no pudo volar.
-¿Qué sucede?- le preguntó él ante su incapacidad de alzar vuelo.
-No lo comprendo- explicó ella, -es simplemente como si… de repente, hubiese olvidado cómo hacerlo.
Y entonces fue cuando notaron que su piel se había suavizado, que ya no tenía escamas, que sus pupilas eran redondas de nuevo.
Y ambos temieron.
***
Una de aquellas madrugadas desoladoras, la Princesa escucha que llaman a su puerta. El dragón alza vuelo y se va despavorido, pues nadie lo debía ver.
Era la Reina.
-¡Hija mía!- la abrazó -¡Haz vuelto a ser tú!
Y entonces la golpeó: era humana de nuevo.
¿Cómo había sucedido?
-¡Los conjuros de la Hechicera han surtido efecto! Hija amada, no sólo eres ahora humana, sino que aquel viajero que hace años vino tocando su flauta, ¡regresa aquí!
Su corazón dio un vuelco.
-Hija, estoy tan feliz.
Ella también lo estaba, pensó, y recordó las caricias humanas, y las dulces melodías.
Sonrió vagamente.
Pero, ¿y el dragón?
Ya nunca más volaría.
…Su alma se llenó de una congoja insuperable que por la noche se concretó en lo que sería la última visita del dragón.
-Ya no puedes venir a buscarme- le dijo –Soy humana nuevamente, y si mis padres te ven, te matarían- le dijo, entre lágrimas.
-Sí, ya lo noté hace tiempo; soy plenamente conciente de tu nueva condición, que no es más que un regreso a lo que siempre fuiste. Yo, en mi calidad de único representante de mi especie, te encontré como mi salvación, y pensé que podríamos repoblar estas tierras. Pero estuve cegado por mi esperanza y por el amor que te tengo. No, no eres como yo. Nunca lo fuiste. Lo que para mí era mi orgullo para ti siempre fue el castigo que te enseñé a apreciar, pero aún así persististe en añorar lo otro.
-No es verdad- le recriminó –Mi metamorfosis terminó siendo el mejor regalo de todos, y qué no hubiese dado yo para quedarme como dragón y no Princesa.
-Nunca olvidaste al viajero- le recordó.
-Es verdad, pero también es él irreal y pasajero. Vendrá para irse de nuevo, no para llevarme.
-Si me pides que me quede, me quedo por ti.
-Te matarían, y no podría vivir con eso.
-Bueno, entonces, he de partir. Adiós, mi bella Princesa. Que seas feliz.
Y con un brusco aleteo y dejando una estela de sulfuro, desapareció por la ventana.
Ella intentó ir tras él, pero, por primera vez se dio cuenta que ya no sentía la calidez usual en su vientre, y no pudo moverse.
Solamente lloró, pues ya sin eso estaba vacía y fría.
***
Uno se acostumbra tanto a la alegría como al dolor; versátil humano no es más que otro animal de costumbres. Y a veces, el cambio del dolor a la alegría es tan incómodo como su contraparte invertida, así como también es doloroso romper la relación tan íntima y personal que se puede tener con la soledad.